Libro Sexto: El Trono de Hierba Santa
Prólogo: Las Cenizas del Saber
La pipa de Marwyn chisporroteaba en la penumbra de su celda, cada bocanada de humo esculpiendo fantasmas de sabiduría perdida. Los pergaminos apilados en su mesa temblaban levemente, como si los ecos de antiguas palabras intentaran liberarse. En aquel sótano olvidado de la Ciudadela, donde las arañas tejían sus telas sobre estanterías de hueso y pergamino, el archimaestre había desenterrado un volumen encadenado con tiras de cuero negro.
El texto hablaba de una época olvidada, cuando los dragones de Valyria no rugían llamas, sino que exhalaban columnas de vapor cargado de visiones. “Los Días del Humo Claro”, lo llamaban los antiguos. Marwyn pasó un dedo por las ilustraciones marginadas, donde bestias aladas aparecían rodeadas de filósofos inhalando profundamente de sus fauces abiertas. El conocimiento, según aquellas páginas, no se escribía: se respiraba.
Fuera, en el patio principal, las hogueras devoraban manuscritos prohibidos. El olor a piel quemada y tinta evaporada se filtraba por las rendijas. Marwyn sonrió al escuchar los gritos de los acólitos mientras arrojaban tomas heréticos a las llamas. Ellos creían estar purgando el saber peligroso, sin entender que las ideas verdaderamente peligrosas no se destruyen con fuego. Como el humo de su pipa, se filtran por rendijas, se cuelan en pulmones, germinan en mentes fértiles.
Con cuidado, el archimaestre arrancó una página del manuscrito y la colocó sobre el carbón de su pipa. Al inhalar, el pergamino se convirtió en ceniza y el humo le trajo visiones de torres de cristal donde los maestres de antaño aprendían las artes olvidadas. Tosió, y al hacerlo, su boca sabía a metales antiguos y promesas rotas.
En algún lugar de la Ciudadela, una campana tocó a medianoche. Marwyn apagó su pipa contra la suela de su bota, dejando que el último hilo de humo dibujara un dragón que se desvanecía lentamente. El verdadero juego de tronos no se jugaba con espadas, comprendió. Se libraba en los pulmones de los hombres, en ese espacio íntimo donde el humo se convierte en sangre y las palabras en veneno.
“El saber que se quema no desaparece. Solo cambia de forma… y espera.”
Capítulo 15: El Juicio de la Hierbamala
El manuscrito valyrio descansaba sobre la mesa de roble, sus páginas de vitela gruesa exhalando un aroma a especias olvidadas y mentiras convenientes. Samwell Tarly pasaba sus dedos regordetes por los símbolos grabados con tinta que brillaba débilmente a la luz de las velas. El título se enroscaba como serpiente en la primera página: “El Dragón de Hierbas”.
Entre sus líneas se describía una mezcla imposible: hojas de repollo blanco cosechadas bajo luna nueva, raíz de sombraplateada extraída de las profundidades de los bosques de los Niños, y esporas de hongo estelar recolectadas en las cumbres de Valyria. “Purificará los humos del alma”, rezaba el texto, “liberando la mente sin encadenar el cuerpo”.
—Es el primer cigarrillo sin nicotina —murmuró Sam, sintiendo cómo el peso de la revelación se posaba sobre sus hombros.
La sala del concilio de maestres estalló en carcajadas. El archimaestre Ebrose, con su barba manchada de vino, arrancó el manuscrito de las manos de Sam y lo arrojó al fuego con un gesto teatral.
—¡Sin veneno no hay placer! —rugió, mientras las llamas lamían los bordes del pergamino—. ¡Es como el invierno sin nieve! ¡Como el vino sin alcohol! ¡Como una doncella sin…!
El resto de su diatriba se perdió entre el crepitar de las páginas consumiéndose. Sam observó, con los ojos húmedos, cómo siglos de conocimiento se convertían en humo que ascendía por la chimenea.
Esa noche, cuando los pasillos de la Ciudadela quedaron sumidos en silencio, Sam regresó al lugar. Con un cuenco de porcelana recogió las cenizas aún calientes, mezclándolas con tinta de squid hasta formar una pasta negra y espesa. Con ella escribió en el reverso de un pergamino de contabilidad:
“El humo limpio no deja rastro… ni adictos.”
Las palabras brillaron por un instante antes de secarse, quedando como un secreto a plena vista. En algún lugar de Poniente, quizás, alguien volvería a descubrirlas.
“Las ideas verdaderamente peligrosas no arden… solo se transforman.”
Capítulo 16: La Última Brizna
El aire en Altojardín se había vuelto espeso, cargado de un aroma que no pertenecía a ningún jardín de los Siete Reinos. Las nuevas flores alzaban sus cabezas como víboras erguidas, sus pétalos gruesos y cerosos brillando con un tono verde oscuro bajo el sol. Olenna Tyrell, pequeña y encorvada como un árbol viejo, recorría los senderos con paso lento. Sus dedos, llenos de anillos que ya no brillaban como antes, rozaban los capullos con una mezcla de orgullo y lamento.
—Todo hombre debe elegir —murmuraba mientras la brisa llevaba el olor acre de las plantas hacia las torres del castillo—, oler a rosas… o a derrota. Sus palabras se perdían entre el susurro de las hojas, como si el propio jardín las recogiera para guardarlas en su memoria.
En un rincón apartado, donde la luz del atardecer teñía todo de dorado, Loras yacía sobre un lecho de menta y tomillo. La pipa entre sus labios pálidos exhalaba humo azulado que se enroscaba alrededor de su cuerpo maltrecho, entrando y saliendo de sus heridas como si intentara limpiarlas desde dentro.
—Crecer fuerte, marchitarse joven… dejar un buen aroma —susurró mientras observaba cómo el humo se fundía con los últimos rayos de sol. Sus palabras sonaron como un brindis, como una canción de cuna, como un epitafio.
Cuando su aliento se detuvo por última vez, algo extraño ocurrió en los jardines. Las rosas de tabaco, esas flores que los Tyrell habían criado con tanto esmero, cerraron sus capullos como puños. Al día siguiente, abrieron sus pétalos nuevamente, pero ahora eran del color de la noche más oscura, como si el duelo hubiera teñido su esencia. Durante veintiocho noches, hasta que la luna completó su ciclo, las flores negras perfumaron Altojardín con un aroma tan intenso que hasta los cocineros dejaron de usar especias en sus guisos.
Los jardineros intentaron podarlas, trasplantarlas, quemarlas. Pero como el recuerdo de un caballero demasiado hermoso para este mundo, las rosas negras se negaron a morir del todo.
“Algunos aromas no se disipan; se clavan en la tierra y crecen de nuevo, estación tras estación, más fuertes cada vez.”
Capítulo 16: La Cosecha del Silencio
Los valles de Valle Oscuro respiraban con un nuevo ritmo, uno que no seguía las estaciones ni los designios de los dioses antiguos. La niebla, esa amante posesiva que nunca soltaba su presa, ahora arrastraba consigo un murmullo extraño cuando rozaba los campos abandonados. Allí, donde antes crecía el pan de los humildes, ahora se mecían tallos plateados que tintineaban como campanillas de cristal al menor soplo de viento. Los niños del pueblo juraban haber oído canciones en las noches de luna llena, melodías que hablaban en la lengua de los árboles parlantes que ya nadie recordaba.
Petyr Baelish caminaba entre los surcos con la elegancia de un zorro en terreno ajeno. Su catalejo de hueso - tallado del fémur de algún enemigo olvidado - capturaba el brillo fantasmal de la cosecha. Cada planta valía su peso en oro, pero él buscaba algo más valioso aún: el dolor que podría extraer de ellas. “Planta que no duele, no vale”, susurraba a sus guardias, quienes marcaban a los campesinos con hierros al rojo vivo que dejaban cicatrices en forma de hoja de arciano. Las cosechas viajaban en carretas selladas hacia las entrañas del Nido de Águilas, donde colgaban de las vigas como criminales en la horca, goteando su savia sobre los prisioneros que las vigilaban.
En lo alto de su torre, Sansa Stark miraba el paisaje transformado. Los campos plateados brillaban con una luz propia, confundiéndose con los reflejos lunares en los estanques. Una noche de invierno, cuando el frío mordía hasta los huesos, una sirvienta de ojos demasiado viejos para su rostro le trajo una taza de té que olía a recuerdos que no eran suyos. Al despertar, encontró junto a su cama un ramillete atado con hilo de cobre, sus tallos aún húmedos de rocío. La nota que lo acompañaba estaba escrita en una letra que conocía demasiado bien, aunque hacía años que no la veía.
El té de la memoria y la hierba del olvido bailaban su danza mortal en sus venas mientras el Valle contuvo el aliento. En las profundidades del Nido de Águilas, las sombras de los prisioneros se hacían más largas, fundiéndose con las plantas que colgaban del techo como ángeles caídos.
“Las raíces del silencio siempre encuentran el terreno más fértil en el corazón de los hombres que han olvidado llorar.”
Capítulo 17: El Mercader de Aliento
Entre el trajín habitual de los muelles de Puerto Blanco, donde los marineros descargaban barriles de arenques y los comerciantes regateaban por rollos de lana, surgió una carpa que no figuraba en ningún registro. Hecha de seda ahumada que cambiaba de color con el viento, se alzaba como un suspiro entre la bruma matinal. Dentro, un hombre delgado con ojos del color de las tormentas lejanas vendía lo que nadie más podía ofrecer: alientos robados.
“Un dragón por tres suspiros de Invierno”, proclamaba con voz que parecía llegar desde muy lejos. Los norteños exiliados formaban fila, sus manos ásperas aferrando monedas mientras anhelaban un soplo de hogar. Pagaban el precio en plata y en salud, pues cada inhalación les arrancaba toses profundas que dejaban sus pañuelos manchados de rojo oscuro. Pero volvían, noche tras noche, hambrientos de nostalgias que dolían más que la enfermedad.
Theon Greyjoy llegó cuando la luna se reflejaba en las aguas negras del puerto. Sus pasos, aún marcados por el fantasma de las cadenas que alguna vez llevó, resonaron sobre las tablas del muelle. “Quiero comprar…”, vaciló, sus ojos recorriendo las filas de ampollas que brillaban como luciérnagas en la penumbra, “el olor a bosque después de la lluvia”.
El mercader, cuyo rostro parecía cambiar con cada movimiento de las lámparas de aceite, extendió una mano huesuda hacia un frasco verde esmeralda. “Bosquespeso, año 283”, anunció con solemnidad. “Cuando los lobos aún cantaban y los árboles recordaban los nombres de los hombres”.
Al destapar el recipiente, Theon inhaló profundamente… y cayó de rodillas como si le hubieran clavado un puñal en el pecho. El aroma a tierra húmeda y musgo fresco lo transportó a días que ya no le pertenecían, cuando corría entre los árboles con Robb a su lado y el futuro era solo un juego. Las lágrimas surcaron su rostro mientras el mercader observaba en silencio, sabiendo que algunas mercancías no se pagan con oro, sino con pedazos del alma.
A la mañana siguiente, los pescadores encontraron el frasco vacío flotando entre los barcos. Dentro, solo quedaba un residuo oscuro que olía a sal y arrepentimiento. El mercader y su carpa habían desaparecido, dejando tras de sí solo un puñado de monedas oxidadas y el eco de una verdad dolorosa:
“Ningún hombre puede escapar del aire que ha respirado, ni de los recuerdos que lleva en cada célula de su ser.”
Capítulo 18: La Confesión de los Fumadores
Las celdas del Gran Septo olían a incienso y culpa. Entre los barrotes dorados, donde antes solo entraban gemas de luz solar, ahora serpenteaban tubos de cristal que conectaban pipas de agua talladas con rostros de los Siete. Los prisioneros de alta cuna, aquellos cuyos nombres valían más que sus almas, aprendieron pronto el nuevo lenguaje de redención: confesar a través del humo, convertir sus pecados en formas visibles que danzaran ante los ojos del Hierro Supremo.
Cersei Lannister recibía su cajita al caer el sol, cuando las sombras alargadas de los vitrales se convertían en jaulas sobre el suelo de mármol. Las hierbas dentro olían a trueno enlatado, a tormentas cosechadas en los acantilados de Bastión de Tormentas. “Para que Su Alteza recuerde”, murmuraba el septón con una sonrisa que no llegaba a sus ojos muertos, “que hasta el fuego necesita aire para arder”. Sus palabras resonaban como una amenaza velada en la celda que había sido su propio hijo.
El ritual nocturno seguía siempre el mismo patrón doloroso: los labios de Cersei sellándose alrededor de la boquilla de marfil, sus pulmones llenándose de un humo que sabía a ira fermentada. Contener la respiración hasta que el dolor se volvía insoportable, hasta que cada célula de su cuerpo gritaba por aire fresco. Y entonces, al exhalar, ver cómo sus recuerdos tomaban forma en el aire viciado. Allí estaba Robert, tambaleándose con una copa en la mano y desprecio en los ojos. Joffrey, su precioso niño, con el rostro amoratado como una uva madura. Y Myrcella… siempre Myrcella, flotando hacia el techo con su vestido de oro, deshaciéndose como niebla al primer rayo de sol.
En las madrugadas, cuando los primeros cantos de los gorriones se filtraban por las ventanas altas, los acólitos vestidos de gris recogían los restos de aquellas confesiones etéreas. Las cenizas, mezcladas con tinta sacada del calamar más negro del mar Angosto, se convertían en las palabras que gobernarían los Siete Reinos. Nadie sabía decir cuántas de las nuevas leyes estaban escritas con los remordimientos de la Reina Caída, ni cuántos decretos llevaban la huella fantasmal de sus exhalaciones de arrepentimiento.
El septón jefe guardaba las pipas más valiosas en un armario de ébano, donde las bocas de marfil parecían susurrar entre sí cuando la noche era lo suficientemente silenciosa. A veces, cuando la luna llena iluminaba el Gran Septo, las sombras que proyectaban en el suelo no coincidían con las formas de los objetos que las creaban.
“Las verdades más pesadas son aquellas que no tienen peso, las que flotan en el aire esperando ser inhaladas por la historia.”
Capítulo 19: La Última Pipa de Maestre Aemon
El viento helado del Muro silbaba entre las grietas de la habitación de Maestre Aemon, donde el frío se había vuelto tan familiar como el dolor de huesos viejos. Sus manos, surcadas por el tiempo y la tinta, temblaban al sostener la pipa tallada en madera de barcos hundidos. Las hojas negras de Dorne, mezcladas con sal traída desde Rocadragón, crepitaban al contacto con el fuego, liberando un humo espeso que olía a mares cálidos y promesas incumplidas.
“Un maestre no debe tener vicios”, le había regañado Jeor Mormont en una noche similar, cuando ambos eran más jóvenes y el peso de sus cargos no doblaba tanto sus espaldas. El recuerdo del Viejo Oso emergió entre el humo, su rostro severo pero no carente de compasión.
Aemon había sonreído entonces, como sonreía ahora, mientras las volutas grises acariciaban su rostro arrugado. “Un hombre sin vicios es un hombre sin puntos débiles”, susurró al vacío, sintiendo cómo el calor del tabaco le aliviaba temporalmente el frío en los huesos. “Y un hombre sin puntos débiles… es un hombre que nadie puede amar”. Sus palabras se perdieron en el crepitar del fuego, pero el eco de su sabiduría permaneció suspendido en el aire como el humo mismo.
Cuando llegó su hora final, Jon Snow lo encontró sentado en su sillón, con la pipa aún humeante entre sus dedos inertes. Sin pensarlo, el Lord Comandante llevó el instrumento a sus labios y aspiró profundamente. En ese instante, el Muro desapareció, y en su lugar vio un niño de cabellos plateados corriendo entre jardines de limoneros, con el sol de Rocadragón pintando su espalda de oro y el aroma salado del Mar Angosto llenando sus pulmones. Fue un momento tan vívido que Jon casi pudo sentir la hierba bajo sus pies descalzos y oír las risas de hermanos que nunca conoció.
Cuando el humo se disipó, dejó la pipa con cuidado sobre la mesa, junto a los libros que Aemon ya no podría leer. Las últimas volutas formaron un dragón que se desvaneció lentamente hacia el techo, llevándose consigo los últimos vestigios de un hombre que había sido niño, príncipe, maestre y, al final, simplemente Aemon.
“El humo de los muertos siempre sabe a nostalgia.”
Capítulo 20: El Jardín de Huesos
Las torres de Harrenhal se alzaban contra el cielo como dedos quemados acusando a los dioses, sus sombras alargadas arañando la tierra donde ahora crecía un jardín que haría palidecer a los maestres de la Ciudadela. Donde antes los herbolarios cultivaban menta y artemisa, ahora se alineaban hileras de huesos humanos, clavados en la tierra negra como semillas macabras. Cada uno etiquetado con nombres olvidados, cada uno regado con una mezcla de tabaco del Rejo y lágrimas saladas recogidas de las mejillas de viudas que nunca lloraron.
Sandor Clegane hundía su espada en la tierra, abriendo surcos donde luego depositaba fémures y cráneos con la solemnidad de un granjero en tiempo de siembra. “Los muertos dan mejor cosecha que la tierra”, gruñía mientras la tierra sedienta bebía el licor de tabaco y dolor que vertía sobre los restos. Arya observaba en silencio, sus ojos de lobo siguiendo el proceso con una curiosidad que ya no era humana.
Al caer la noche, cuando las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre las ruinas, la muchacha que ya no era nadie tomó un fragmento de costilla marcada con iniciales casi borradas. El hueso crujió entre sus dedos, liberando un polvo violáceo que ardía con llama verde al contacto con el fuego. Al inhalar, el humo le llenó la boca de sabores que no eran suyos: carne grasienta de cerdo, vino especiado de las Tierras del Oeste, luego un dolor agudo que le hizo arquear la espalda. Y risas. Risas doradas como capas de Lannister, risas que seguían resonando cuando abrió los ojos y vio que había mordido su propio labio hasta sangrar.
Al amanecer, mientras el Perro roncaba entre los surcos de su cosecha mortal, Arya se arrodilló ante un pequeño montículo marcado con el nombre de Weese. La orina del caballo que había robado olía a vinagre y rabia cuando cayó sobre los huesos, un riego más nutritivo que cualquier lágrima. Las plantas que brotaron días después tenían espinas curvadas como sonrisas crueles y flores del color de la piel magullada.
Los hermanos sin bandera fumaron la primera cosecha bajo la luna llena, y durante tres días no dejaron de reír con risas que no eran suyas, mientras sus ojos mostraban un terror que tampoco les pertenecía. Arya no probó su cosecha. Sabía que algunas venganzas deben madurar lentamente, como el veneno en un corazón que aprendió a latir al ritmo de la lista.
“Lo que siembras en ira, cosecharás en visiones.”
Epílogo: El Cuento del Fumador
El aire en el salón del invierno olía a hielo y profecías. Bran Stark, con sus ojos que veían más allá del tiempo, observaba los hilos del futuro tejerse en patrones extraños. Invernalia resurgía de sus cenizas, sí, pero diferente: en cada torre reconstruida se veían balcones con cristales de colores, donde los señores del nuevo orden exhalaban humo azulado mientras discutían los asuntos del reino. Los patios, antes llenos del sonido de espadas entrenando, ahora tenían rincones con bancos tallados donde los guardias compartían pipas después del turno.
Más al sur, donde los despojos de la guerra aún humeaban, Drogon se había convertido en una figura mítica pero funcional. Los mercaderes audaces le ofrecían barriles de alquitrán líquido que el dragón encendía con un suspiro, convirtiéndose así en el mechero más grande que el mundo hubiera visto. Los sabios decían que era una profanación. Los prácticos hacían fortunas vendiendo antorchas “benditas por el aliento del dragón”.
Mientras tanto, más allá del mar del Ocaso, Arya Stark navegaba hacia lo desconocido con una nueva clase de arma. La pipa que llevaba, tallada en hueso de no se sabe qué criatura, contenía una mezcla oscura que los Hombres sin Rostro usaban en sus rituales. “Un regalo de despedida”, le había dicho el Kindly Man con su sonrisa sin labios. Cada calada sabía a miel y almendras, seguido de un regusto a hierro que recordaba a la sangre. Los marineros supersticiosos evitaban su camarote por las noches, cuando el humo que salía bajo la puerta parecía formar rostros que gritaban en silencio.
En los bosques de los Niños del Bosque, los últimos de su especie observaban estos desarrollos con ojos antiguos. Sus profecías ahora incluían nuevos versos: “Cuando los vientos del invierno vuelvan a soplar, traerán consigo el aroma dulzón de la decadencia. Los hombres ya no lucharán por tronos, sino por un último respiro sin ceniza”. Algunos hasta habían comenzado a tejer filtros de musgo y telaraña, por si acaso.
“Cuando soplan los vientos del invierno… mejor que lleven filtro”
FIN
🔥 #WinterIsCoughing
🚬 #TheNorthRemembersToQuit