Libro Quinto: Los Susurros de la Brea
Prólogo: Las Cenizas del Primer Suspiro
Dicen que todo comenzó con un suspiro. No uno cualquiera, sino uno largo, hondo, cargado del humo de una hoja negra traída desde las costas más allá de Volantis. En los salones de los poderosos, en los callejones de las ciudades libres, en el frío de las fortalezas del Norte, el tabaco se convirtió en compañía constante. No era solo hábito; era identidad, era consuelo, era poder. Pero como toda llama, arde… y consume. Este es un relato de cenizas, de humo y de rebelión. De aquellos que buscaron dejar atrás la niebla que les cegaba el juicio, y de los que aún, envueltos en volutas perfumadas, defendían su derecho a arder por dentro. Así nació el Códice del Humo, una crónica de batallas olvidadas, juramentos rotos y respiros redimidos.
Capítulo 12: El Muro de los Fumadores Arrepentidos
Cuando Jon Snow se alzó como el nuevo Rey Más Allá del Muro, aprendió una verdad que ningún maestre había registrado en sus polvorientos tomos: los Caminantes Blancos odiaban el humo. No por su aspereza, ni por la forma en que se aferraba a la garganta, sino por lo que representaba. Aquel velo gris les recordaba, quizá en algún rincón primitivo de sus mentes heladas, el rugido de las llamas que siglos atrás habían devorado a los suyos. El humo era el fantasma del fuego, su sombra persistente, y con él llegaba el eco de dragones cuyos alientos habían arrasado incluso la más antigua de las nieves.
Fue así como los salvajes, siempre ingeniosos cuando la supervivencia estaba en juego, forjaron un arma inesperada: bombas de alquitrán espeso y ardiente, mezclado con pimienta negra molida hasta convertirla en polvo áspero como el invierno mismo. Al estrellarse contra el suelo, estallaban en una nube acre, sofocante, que envolvía a los espectros en una bruma impenetrable. No los mataba, no los derretía… pero los detenía. Los confundía. Por un momento, aquellos seres de hielo parecían vacilar, como si el mero recuerdo del calor les quemara desde dentro.
Jon observaba los enfrentamientos con una mezcla de escepticismo y admiración. No hacía falta fuego verdadero, comprendió. Bastaba con su amenaza, con la memoria de su poder. El humo era un engaño, un ardid, pero funcionaba.
A su lado, Tormund Giantsbane, con la barba enmarañada y el rostro tiznado de hollín, reía con esa carcajada que parecía sacudirle las entrañas. Masticaba algo oscuro y fibroso que no era carne ni raíz, escupiendo de vez en cuando con desprecio hacia la nieve.
—¡Prefiero masticar tabaco de miedo que convertirme en ese hielo azulado! —rugía, alzando su hacha hacia un cielo plomizo, como desafiando a los mismos dioses.
Y los demás asentían, porque en aquel mundo de escarcha y silencio, el miedo había dejado de ser abstracto. Ahora tenía sabor: picante, terroso, áspero en la lengua. Y cuando el miedo sabe a algo, los hombres aprenden a convivir con él. A escupirlo, a reírse de él, a usarlo como arma.
Más allá, en la niebla perpetua, los Caminantes Blancos retrocedían, no por el filo de un acero valyrio, sino por el simple olor a hogueras que ya no ardían.
“El Norte no solo se defiende con espadas. A veces, basta con el humo de lo que una vez fue fuego.”
Capítulo 13: La Viuda del Tabernero
Las Tierras de los Ríos respiraban ceniza en aquellos días extraños. Entre los sauces que mecían sus ramas como manos esqueléticas, algo más que viento susurraba por los caminos. Lady Stoneheart ya no contentaba su sed con la soga y los traidores Frey. Había descubierto una venganza más íntima, más cruel en su poética: quemar los campos de tabaco que florecían como úlceras verdes en las riberas del Forca Roja.
Era un espectáculo digno de canciones malditas. De día, las plantaciones se alzaban orgullosas, sus hojas anchas ondeando como banderas de algún ejército silencioso. De noche, el fuego llegaba. No el fuego alegre de las hogueras, sino uno lento, rencoroso, que lamía los tallos con paciencia de verdugo. El humo subía entonces, negro como el luto que llevaba en el alma, y los campesinos decían que toser cerca de esos campos era como tragarse los pecados de los señores.
Por los caminos comenzaron a aparecer los cuerpos. No colgados de los árboles como era costumbre, sino tendidos boca arriba, con las bocas llenas de hojas marchitas. Junto a ellos, siempre el mismo mensaje tallado en la corteza de los olmos, como si los propios árboles quisieran dar testimonio: “Pagó con sangre… pero sus pulmones ya estaban en deuda.” Las palabras parecían sangrar una savia oscura que olía a alquitrán quemado.
Los llamaban Los Outlaws del Aliento, aunque nadie podía describir sus rostros. Se movían como niebla entre los campos, dejando tras de sí un rastro de ceniza y miedo. Los taberneros, que antes llenaban sus establecimientos con la risa ahogada de los fumadores, comenzaron a servir solo vino aguado y silencios incómodos. El humo ya no era señal de placer, sino de muerte pendiente.
En la posada del Cruce del Dragón, donde antaño los mercaderes cerraban tratos entre bocanadas de humo aromático, ahora solo se veía a la viuda del tabernero limpiando las pipas vacías con un trapo sucio. Sus ojos, hundidos como monedas viejas, seguían el camino por donde había pasado la última caravana de tabaco. Esperaba, todos lo sabían, el momento en que las llamas llegarían también para ella. Pero hasta entonces, seguía sirviendo, porque en las Tierras de los Ríos hasta el fin del mundo puede esperar sentado, con una copa en la mano y el olor a quemado en el aire.
Las noches se hicieron más largas en los pueblos ribereños. Los aldeanos comenzaron a ver señales en las volutas de humo que ascendían de los campos incendiados - algunas decían distinguir rostros torturados en las espirales grises, mientras otros juraban oír susurros entre las chispas que ascendían hacia las estrellas. Los niños ya no jugaban cerca de los sembradíos, pues sus madres les contaban que el humo de Lady Stoneheart podía colarse en los pulmones y plantar semillas de pesadillas.
En las tabernas, los mercenarios contratados para proteger las últimas plantaciones bebían con nerviosismo, sus armas brillando inútiles sobre la mesa. Sabían que no podían luchar contra fantasmas que atacaban sin rostro, dejando solo ceniza y palabras talladas en árboles como testigos mudos. A veces, en el silencio de la madrugada, creían ver figuras encapuchadas moviéndose entre la niebla, pero al amanecer solo encontraban otro campo reducido a carbón y otro mensaje grabado en la corteza de un árbol cercano, sus letras rezumando una savia oscura que olía a tabaco quemado y viejos rencores.
Capítulo 14: El Bazar de la Boca Roja
En los recovecos más olvidados de Braavos, donde los canales se entrelazan como venas enfermas, se escondía el Bazar de la Boca Roja. No era un lugar para mapas ni canciones, sino para susurros entre dientes manchados. Los que llegaban hasta allí llevaban en los labios el rojo oscuro de las mezclas prohibidas, en los dedos el amarillo de incontables pipas, y en la mirada ese brillo particular de quien ha visto demasiados amaneceres sin sol. Entre toldos mugrientos y lámparas de aceite turbio, se comerciaba con sueños empaquetados en hierbas raras: algunas para dormir sin humo, otras para cambiar el ansia por visiones que dejaban la boca amarga y el alma vacía.
Pero la verdadera joya del lugar reposaba en frascos de cristal grueso: la Lengua de Fuego, un polvo rojo sangre que ardía sin llama. Los mercaderes juraban que aquellas hojas habían crecido donde cayó ceniza de dragón, y que cada inhalación era un beso de bestias desaparecidas. Una tarde brumosa, un hombre con capa de lluvia y sin insignias se plantó frente a un puesto. “¿Cuál de estas me hará olvidar?”, preguntó con voz rota. El vendedor, un tipo calvo cuya voz sonaba como la de un niño viejo, le mostró los frascos con dedos manchados de especias. “Todas te servirán… por un rato. Ninguna lo hará para siempre”. El forastero dejó monedas que no hicieron ruido al caer y se fundió entre la niebla. Esa noche, los gondoleros más madrugadores juraron que el canal olía distinto: a canela dulce, a azufre de volcán, y sobre todo, a esa clase de adiós que solo se pronuncia una vez.
Los noctámbulos del bazar desarrollaron un ritual peculiar. Antes de probar cualquier mezcla, dejaban caer una pizca sobre la superficie del canal. Si las aguas se teñían de dorado, era señal de buena cosecha; si se volvían negras como tinta, mejor seguir caminando. Así el mercado se autoregulaba, bajo las leyes no escritas de la superstición y la supervivencia.
Entre los puestos se movía una figura conocida como la Dama de los Suspiros. Vestida con velos que olían a alcanfor y menta salvaje, preparaba infusiones con hojas que solo crecían en las tumbas de Lys. Su especialidad eran los “sueños de invierno”, que según decían, congelaban las pesadillas antes de que pudieran alcanzar el corazón. Los clientes pagaban con secretos en lugar de monedas.
En los días de luna nueva, llegaban cargamentos especiales desde las Islas del Hierro. Hierbas saladas que sabían a tormenta y prometían visiones de krakens. Los compradores más experimentados sabían que estas mezclas debían fumarse mirando al mar, o el efecto se invertía y en lugar de visiones, traían un vacío que pesaba como losa en el pecho.
El puesto más misterioso no tenía dueño visible. Sobre una mesa de madera flotante aparecían cada mañana pequeños paquetes atados con hilo rojo. Contenían una mezcla sin nombre que provocaba una risa incontrolable seguida de un llanto igualmente intenso. Nadie reclamaba su venta, pero cada tarde el dinero desaparecía y en su lugar quedaban pequeños huesos de pájaro, limpios como si hubieran sido hervidos.
Interludio: Cantos de Taberna
En una taberna al sur de Poza de la Doncella, un bardo ciego llamado Marillion tocaba una vieja balada al ritmo de un laúd que solo tenía tres cuerdas. Su voz temblaba, pero su tono era hipnótico. Aquella noche, con una copa de vino caliente y el suelo cubierto de ceniza, cantó la versión más extraña de un himno ya olvidado:
“Oh, el dragón tiene tres cabezas,
y el fumador tres ceniceros,
uno para el día,
uno para la noche,
y otro para cuando llega la tos…”
Las carcajadas estallaron, pero algunos escuchaban en silencio. Porque a veces, las canciones de borrachos esconden profecías.
FIN