Libro Cuarto: La Rebelión de los Pulmones Grises

Prólogo: De humo y cenizas

El reino se ahogaba en su propio vicio.

Cuando los primeros barcos de Essos trajeron las semillas oscuras, nadie imaginó que conquistarían Poniente más rápido que los dragones de Aegon. La hierba del dragón, como la llamó el populacho, echó raíces profundas en los jardines de Dorne y pronto floreció en cada rincón de los Siete Reinos.

En las cortes, los señores fumaban tabaco envuelto en seda con sellos dorados, creyéndose dueños de su vicio. En las cloacas, los mendigos compartían colillas encontradas en el fango, agradecidos por cualquier brizna de consuelo. El humo no distinguía entre nobles y plebeyos - a todos envolvía en su abrazo sofocante.

Los maestres advirtieron. Los septones predicaron. Los mercaderes calcularon. Mientras, en las sombras, nuevos artilugios surgían: pipas de vidriagón que brillaban con luz propia, vaporizadores tallados como dragones, hierbas exóticas que prometían saciedad sin pecado.

Pero el precio siempre se pagaba en suspiros.

En las madrugadas silenciosas, cuando hasta los ratones dormían, se podía escuchar el sonido que recorría el reino: el de mil pulmones tosiendo su condena. Era el estruendo callado de una guerra que nadie había declarado, librada en cada aliento, en cada calada, en cada promesa rota de “mañana lo dejo”.

Este es el relato de esa guerra silenciosa. De cómo el humo conquistó un continente, de las batallas libradas en nombre de la salud y el placer, y de los hombres y mujeres que aprendieron demasiado tarde que algunas nubes no se disipan con el viento.

“El dragón escupe fuego, el hombre exhala humo, pero ambos terminan en cenizas”
— Proverbio valyrio encontrado en las ruinas de Rocadragón

Capítulo 9: El Consejo de la Tose

La sala del consejo respiraba con pesadez, cargada de humo y el dulce aroma podrido del tabaco fermentado. Las velas parpadeaban, proyectando sombras alargadas sobre los rostros de los conspiradores, como si ya las llamas conspirasen también. Lord Varys deslizaba un informe entre sus dedos enguantados, las cifras de mortalidad escritas con tinta roja, casi como sangre seca.

—Los esclavos de Volantis riegan sus campos con sombra de noche —susurró, y el pergamino crujió bajo su tacto—. Pronto, en lugar de grano, cosecharemos cadáveres.

En el otro extremo de la mesa, Petyr Baelish enrollaba con delicadeza un cigarrillo, sus movimientos precisos como los de un cirujano preparando un veneno. Las hojas doradas crujían entre sus dedos, exhalando un aroma espeso, dulzón, como miel envenenada. Encendió la punta con la llama de una vela, y el fuego iluminó por un instante sus ojos fríos, calculadores.

—El conocimiento construye imperios —murmuró, exhalando una bocanada que se enroscó en el aire como un fantasma—. Pero es este polvo el que los mantiene en pie.

Entre ellos, la Reina Margaery observaba en silencio, sus dedos acariciando el borde de un cenicero de jade tallado con rosas. El humo danzaba frente a ella, como si intentara seducirla, pero su expresión permanecía impasible, una máscara perfecta de cortesía y peligro.

—El pueblo no pide tronos —dijo al fin, su voz suave como el roce de un cuchillo contra seda—. Solo pan para sus hijos… y algo que les haga olvidar el hambre.

Varys sonrió, pero no hubo calidez en su gesto, solo el brillo húmedo de una serpiente entre la hierba.

—Olvidar es un lujo que muy pronto no podrán permitirse.

Baelish dejó escapar una risa baja, ahogada por el humo.

—No importa. Para entonces, ya habrán vendido sus almas por otra calada.

Fuera, en las calles de Desembarco del Rey, la noche se llenaba de toses secas, de gargantas irritadas por el vicio. El aire olía a ceniza y ambición.

“El humo no distingue entre señores y mendigos. Todos acaban igual: quemándose por dentro.”

Capítulo 10: La Danza de los Vapeadores

Rocadragón se alzaba como un espectro entre la niebla matinal, sus torres negras devoradas por espirales de humo sagrado. Melisandre, erguida como una llama viviente, extendía sus brazos frente a los dragones de cristal traídos de Myr, sus escamas translúcidas brillando con un fulgor interior. Las bestias mecánicas exhalaban vapores rojos, espesos como sangre recién derramada, que se enroscaban en el aire y teñían el amanecer de un tono profético.

—Por el fuego somos purificados— entonaba la sacerdotisa, mientras sus dedos, largos y pálidos, ajustaban los delicados mecanismos que regulaban el flujo de las esencias sagradas. El líquido rojo goteaba en los depósitos de cristal, burbujeando como si contuviera el aliento mismo de R’hllor.

Davos Seaworth se mantenía al margen, su rostro curtido por el mar marcado por un ceño de desconfianza. Apretaba con fuerza el saco de cebollas que nunca abandonaba, como si fuera el último ancla a un mundo que aún entendía.

—En mis tiempos —masculló, su voz áspera como las olas rompiendo contra un casco—, un hombre miraba a la muerte a los ojos sin necesidad de adornos humeantes.

Pero sus palabras se perdieron entre los murmullos de los creyentes, cuyos ojos vidriosos seguían los vapores con devoción. El humo les envolvía, les penetraba, prometiéndoles visiones de futuros ardientes y glorias eternas.

Mientras tanto, en los callejones de Desembarco del Rey, donde la religión se mezclaba con el libertinaje, los Hijos del Vapor celebraban su propia blasfemia. Jóvenes señores, vestidos con capas de terciopelo bordadas con runas sin sentido, inhalaban profundamente de frascos de vidrio tallado, sus pulmones llenándose de esencias dulces y embriagadoras. Al exhalar, nubes perfumadas escapaban de sus labios, con aromas a melocotones de Altojardín y vainilla de las islas del Verano.

—Esto no es vicio —proclamaban entre risas ahogadas, mientras el mundo a su alrededor se difuminaba en tonalidades doradas—. Es oración líquida.

Y así, entre el fervor religioso y la decadencia, el reino se sumía en un sueño humeante, donde la fe y el placer se confundían, y donde los hombres, en lugar de enfrentar la crudeza de la vida, preferían evaporarse en sus propios delirios.

“El humo no distingue entre sagrado y profano. Solo sabe ascender… y desaparecer.”

Capítulo 11: El Mercado de los Suspiros Perdidos

En los muelles brumosos de Puerto Blanco, entre redes húmedas, gaviotas impasibles y cargamentos de especias del lejano Essos, surgió un comercio tan improbable como perturbador. Lo llamaban, con voz baja y ojos entrecerrados, el Mercado de los Suspiros Perdidos. Nadie lo anunciaba en los tablones, pero todos sabían que, al caer la noche, los mercaderes del aliento abrían sus puestos cerca del viejo embarcadero, donde la niebla era más espesa y los secretos más densos.

Allí se vendían suspiros embotellados. No era una metáfora ni una broma de borrachos: frascos de vidrio soplado —algunos azulados, otros con vetas ámbar como miel cristalizada— contenían el último aliento de los moribundos. El humo aún parecía flotar dentro, como si se agitara al recordar la vida que lo exhaló. Según los vendedores, cada frasco conservaba la esencia, los pensamientos finales, e incluso fragmentos del alma de su dueño.

Inhale su sabiduría”, ofrecía un mercader envuelto en un manto de lana hollinada, mientras sostenía un frasco con manos enguantadas. “Este es el último suspiro de un archimaestre de Antigua. Ideal para estudiantes antes de los exámenes.” Su voz era grave, teatral, casi religiosa. A su lado, otro exhibía un aliento en una botella negra con grabados de runas: “Un comandante de la Guardia de la Noche. Fumó su última hoja tras la Batalla del Paso Sombrío. Todavía huele a ceniza y miedo.

Los suspiros más codiciados eran los de los nobles. Señores de casas menores caídos en duelo, caballeros que fumaron una última pipa frente al fuego antes de enfrentar a sus enemigos. Las etiquetas eran verdaderas crónicas: año de la muerte, última batalla, linaje, tipo de hierba fumada. Algunos clientes los coleccionaban, como quien reúne monedas o huesos valyrios. Otros, más oscuros, los usaban para rituales. Se decía que al inhalar el humo de ciertos frascos, uno podía revivir imágenes, recuerdos o sensaciones de quien lo exhaló. Aunque también se advertía de quienes inhalaron demasiado… y no regresaron del todo siendo ellos mismos.

Algunos maestres denunciaron el mercado como una farsa supersticiosa. Otros callaban. Porque en más de una ocasión, se les había visto rondando por allí, con la capucha bien calada y una bolsa de plata lista. El poder, después de todo, se presenta en formas extrañas. Y pocas cosas hay más íntimas que un último suspiro encerrado en vidrio, esperando ser respirado por otro. ¿Quieres que te lo convierta también en HTML

Interludio: La Balada del Fumador Arrepentido

El bardo ciego de Posada del Hombre Arrodillado cantaba entre toses:

“Oh, mi amor fue el humo,
que bailaba tan ligero,
prometiéndome eternidad
en cada brasa fugaz.

Pero el invierno llegó,
y con él la cuenta atrás,
cuando la nieve cayó
sobre mi caja de pino…
¡y ya no pude exhalar!”

Los parroquianos, entre lágrimas, arrojaban monedas a su capa raída. En los rincones más oscuros, los fumadores clandestinos encendían sus últimas reservas, sabiendo que toda balada, como todo vicio, termina en silencio.


FIN

Lo quiero

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