Libro Segundo: La Guerra de los Vapeadores

Prólogo: El Humo de R’hllor

Cuando Stannis Baratheon tomó Puerto Dragón, las antiguas estatuas de piedra que otrora vigilaban el puerto ya no escupían fuego, sino humo. Los sacerdotes rojos de R’hllor habían transformado los mascarones de proa en gigantescos artefactos de bronce y vidrio, cuyas fauces ahora exhalaban espirales carmesí que teñían el cielo al amanecer.

Melisandre caminaba entre los vapores como una sombra escarlata, sus manos alzadas hacia las nubes artificiales. “No es tabaco lo que queman estos dragones”, proclamaba a los soldados que tosían al inhalar el espeso vapor. “Es el aliento purificado del Señor de la Luz. Cada bocanada quema los pecados, no los pulmones”.

Los marineros contaban que las noches en Puerto Dragón se habían vuelto sobrenaturales. El humo rojo se enroscaba alrededor de las antorchas, convirtiendo las llamas en espectros danzantes. Los vigías juraban ver caras en las brumas: rostros de reyes muertos, de batallas por venir, de pulmones ennegrecidos que se retorcían como pergaminos al fuego.

Stannis observaba todo desde la torre del almirante, su mandíbula apretada alrededor de una boquilla de acero que conectaba a un tubo de cristal lleno de líquido ardiente. “El dragón de piedra de Aegon sólo podía quemar una ciudad a la vez”, murmuró una noche a Davos. “Estos queman un reino entero… sin que nadie note el fuego hasta que es demasiado tarde”.

Abajo, en los muelles, los hombres de la Reina Selyse hacían fila para inhalar de los “cuernos de luz”, unos artefactos de cobre que distribuían dosis medidas de vapor bendito. Los que se negaban —como el propio Davos— recibían miradas de lástima. “El Señor de la Luz protege a los suyos”, le espetó una joven sacerdotisa mientras llenaba su pipa de agua con esencia de granada y azufre. “El humo de los impuros huele a derrota”.

Y así, mientras el resto de Poniente se ahogaba en el humo del tabaco, Puerto Dragón se consumía en uno más espeso, más dulce, y según Melisandre, infinitamente más sagrado. Pero en las mazmorras, donde los prisioneros de guerra tosían sin consuelo, el verdugo real comentaba entre dientes: “Todos los humos huelen igual cuando te están asfixiando”.

Capítulo 5: El Martillo de los Impuros

El aire en Rocadragón se había vuelto espeso, cargado con el aroma acre de hierbas santas carbonizándose en los incensarios de bronce. Las paredes de piedra negra, que antaño resonaban con los gritos de los Targaryen, ahora retumbaban con los decretos de Stannis Baratheon. Su voz, afilada como el filo de una espada, cortaba el silencio del gran salón donde otrora se coronaban reyes.

“La hoguera purificará a quien se atreva a encender tabaco natural en mis tierras”, anunció, mientras su sombra se proyectaba sobre el mapa tallado de Poniente. “Los vaporizadores del templo serán vuestro único consuelo. Y aquel que delate a un fumador clandestino recibirá su peso en plata”.

Melisandre, envuelta en sus ropajes rojos como una llama viviente, alzó su cetro-vaporizador. El artefacto brilló con una luz ominosa cuando giró el dial de rubíes incrustados. “El Señor de la Luz me ha mostrado visiones”, proclamó, mientras el vapor rojo se arremolinaba alrededor de su cabeza como una corona sangrienta. “Pulmones negros como carbón, alquitrán goteando de bocas que suplican clemencia. Esto no es humo lo que exhalamos, sino la salvación misma”.

Davos Seaworth, el Caballero de las Cebollas, observaba desde un rincón, sus dedos callosos jugueteando con el saco de cebollas que siempre llevaba consigo. “Mi hijo murió quemado”, murmuró, demasiado bajo para que Stannis lo oyera, pero lo suficiente para que los hombres a su alrededor inclinaran la cabeza. “No para que ahora nos entretengamos con humo de colores”.

Esa misma noche, mientras la luna se reflejaba en las olas negras que golpeaban los acantilados, los guardias registraron los almacenes. Entre sacos de cebollas y barriles de agua salada, encontraron el tesoro escondido de Davos: cincuenta pipas de tabaco cuidadosamente envueltas en lino, cada una tallada con la figura de un diferente dios de los Siete Reinos. El viejo navegante no negó el cargo cuando lo arrastraron ante Stannis.

“Un hombre necesita elegir sus propios vicios”, dijo simplemente, mientras las llamas de las antorchas bailaban en sus ojos cansados. “Y sus propios dioses”.

Stannis apretó los dientes, pero fue Melisandre quien respondió, mientras el vapor rojo escapaba de entre sus labios como un dragón exhalando fuego: “Todos llevamos algo en el corazón, Ser Davos. Ceniza… o luz”.

Y mientras el primer fumador clandestino ardía en la hoguera al amanecer, el humo que ascendía al cielo era curiosamente blanco, no rojo, y olía a carne quemada en lugar de hierbas sagradas. Pero nadie se atrevió a señalarlo.

Capítulo 6: El Festín de los Tísicos

El Gran Septo de Baelor resplandecía con mil velas aquella noche, pero ningún brillo podía ocultar el tinte azulado en los labios del rey. Robert Baratheon ocupaba el centro de la mesa, su corpulenta figura hundida entre cojines de terciopelo mientras una nube grisácea coronaba su cabeza como una parodia de la corona que apenas soportaba.

Los platos pasaban ante sus ojos vidriosos:

Un jabalí entero, su piel crujiente adornada no con hierbas, sino con tres finos cigarrillos de Dorne, colocados entre los colmillos como ofrenda. Robert los arrancó con sus propias manos, encendiéndolos uno tras otro en la llama de la vela más cercana.

“¡El vino!”, rugió entre toses, y los sirvientes apresurados llenaron su copa con el negro licor de las Tierras de la Tormenta, en cuya superficie flotaba, como un barco funerario, un puro cortado al tamaño exacto de su puño real.

Cuando llegaron los postres, el maestre Pycelle palideció al ver las pipas de opio talladas en marfil, sus cuencas rebosantes de una sustancia verde que olía a menta y a algo más profundo, más oscuro. El gran maestre intentó protestar, pero la mirada de Cersei lo silenció antes de que las palabras salieran de su boca temblorosa.

Varys, desde su rincón, observaba cómo el humo se enroscaba alrededor de las estatuas de los Siete. Sabía lo que Pycelle escribiría al día siguiente en su informe oficial: “Obstrucción pulmonar”. Pero el eunuco también conocía las verdades que no aparecerían en ningún pergamino.

Cómo las estancias privadas del rey se habían convertido en una cueva de humo donde los tapices dorados estaban teñidos de amarillo nicotina. Cómo el Trono de Hierro, aquel monstruo de espadas fundidas, acumulaba cenizas en sus hendiduras como si fuera un gigantesco cenicero divino. Cómo la última armadura encargada por Robert incluía un ingenioso portacigarrillos en el antebrazo derecho, “para no perder tiempo en la batalla”, según sus propias palabras.

Cuando llegó el final, Cersei no escatimó en honores. Veintiuna salvas retumbaron sobre Desembarco del Rey, pero en lugar de pólvora, los arcabuces dispararon tabaco en polvo que cubrió la ciudad como una nieve sucia. Los pobres del Lecho de Pulgas corrieron con cubos para recoger el preciado polvo que caía del cielo.

En un balcón lejano, Tyrion Lannister alzó una copa de agua cristalina hacia la nube que se dispersaba.

“Un Baratheon vive por la furia”, murmuró para sí mismo, mientras las últimas partículas del rey descendían sobre los tejados, “y muere escupiendo el mismo veneno que llamó placer”.

El silencio que siguió no fue de duelo, sino el de un reino conteniendo la respiración, preguntándose qué demonios inhalarían a continuación.

Interludio: La Ciudadela de los Remedios

Cuando los archimaestres de la Ciudadela, movidos por la sospecha y el rumor, forzaron la cerradura de la cámara privada del viejo Ebrose, no esperaban hallar más que fórmulas olvidadas y recetas para cataplasmas de invierno. Pero lo que descubrieron fue otra cosa. En el fondo de aquel cuarto polvoriento, bajo capas de pergaminos y cenizas selladas con cera negra, yacían textos valyrios prohibidos. Manuscritos que hablaban de una práctica ancestral conocida como La Gran Purga.

Según aquellos escritos, los dragones de antaño —criaturas no solo de fuego sino también de equilibrio interior— tenían un ciclo natural de limpieza. Se retiraban a fumarolas o valles herbales donde inhalaban vapores de plantas rituales. No era solo para purificarse del veneno que exhalaban, sino para mantener la claridad del aliento de fuego, la salud del pecho y la conexión con la magia primitiva que los animaba. Aquello no era medicina, era alquimia viva.

Esa misma noche, en el salón de debate de la Ciudadela, comenzó una disputa que aún no ha terminado. ¿Eran estos vapores una forma superior de sanación perdida por los hombres? ¿Podían replicarse aquellos rituales para ayudar a quienes hoy viven esclavizados por el humo moderno? Algunos maestres vieron en los textos una esperanza, otros una herejía. Pero todos reconocieron algo que no podían ignorar: que incluso los dragones, en su poder absoluto, buscaban momentos de limpieza interior. ¿Y si ese legado, olvidado entre ruinas y superstición, pudiera volver para ayudarnos ahora?

Capítulo 7: El Juicio de los Parches

El gran salón de la Ciudadela de Antigua albergaba un debate que hacía temblar los mismos cimientos del conocimiento. Tres grupos de maestres, distinguidos por el metal de sus cadenas, se enfrentaban en una guerra de humos y argumentos.

Los maestres de cobre, veteranos curtidos en tradiciones ancestrales, defendían con vehemencia el uso del rapé negro. “¡Manchar nuestra sabiduría con parches de nicotina es blasfemia!”, exclamaba el anciano maestre Lorcas mientras una nube de polvo oscuro escapaba de sus fosas nasales. Sus túnicas olían a tabaco añejo y pergaminos polvorientos.

En el lado opuesto, los portadores de cadenas plateadas exhibían sus innovaciones con orgullo juvenil. La maestre Sylvi, cuyos dedos siempre conservaban un aroma a menta, hacía demostraciones con su último invento: un vaporizador que transformaba hierbas en bruma sin necesidad de fuego. “La verdadera sabiduría está en la pureza de la esencia”, proclamaba mientras el aparato silbaba suavemente.

Entre las columnas de mármol, los maestres de oro murmuraban sobre leyendas. El excéntrico maestre Qyburn sostenía un fragmento de vidriagón contra la luz, susurrando teorías sobre la pipa valyria perdida. “No era simple cristal”, explicaba a quien quisiera escuchar, “sino un filtro para separar la sabiduría del vicio”.

El maestre Marwyn, observando el caos con ojos burlones, decidió zanjar el asunto con un experimento revelador. Tres ratones blancos fueron sometidos a los distintos métodos: uno se convulsionó con el parche, otro estornudó con el vapor, mientras el tercero, alimentado con hierbas frescas, se limitó a lamerse los bigotes satisfecho.

Al caer la noche, el humo de las pipas aún flotaba sobre los estantes de libros, pero en las cocinas de la Ciudadela ya se servía té de hierbaluisa. Sin embargo, en los pasillos más oscuros, entre susurros y el crujir de sandalias, persistía la búsqueda de aquel artefacto legendario que prometía separar el conocimiento de la destrucción.

Capítulo 8: El Último Vapeador

La niebla perpetua de Braavos envolvía a Arya Stark como un manto de humo mientras acechaba por los callejones menos transitados. En los bajos fondos de la ciudad de los canales, donde los asesinos se movían como sombras y los secretos se vendían por menos que el precio de una pipa, había perfeccionado un nuevo arte mortal.

El Camellero fue el primero. Un traficante de tabaco de Pentos que adulteraba sus mezclas con hueso molido de esclavo. Arya lo observó durante tres noches antes de colocar cuidadosamente un cigarrillo enroscado entre su mercancía. Cuando el hombre lo encendió, apenas tuvo tiempo de dar tres toses profundas antes de desplomarse en el canal, sus pulmones convertidos en yeso.

El Fumador Púrpura, un noble de Qohor que ostentaba su vicio como distinción, recibió un regalo especial: lirios morados secos, cuidadosamente mezclados con su tabaco favorito. Al tercer día, su piel comenzó a tomar un tono azulado que ni los mejores maquillajes podían ocultar. Para cuando los sirvientes encontraron su cuerpo, parecía una estatua de lapislázuli.

Pero fue El Pregonero quien recibió el castigo más espectacular. Un hombre que voceaba mentiras por monedas y que siempre llevaba un cigarrillo colgando de sus labios. Arya reemplazó su tabaco habitual con una mezcla de pólvora fina y mentol. La explosión no fue grande, pero suficiente para que sus pulmones colapsaran como odres vacíos.

El Hombre de Muchos Rostros la encontró esa misma noche, limpiando sus instrumentos junto al canal. “Matar con humo es elegante”, le dijo mientras su rostro cambiaba como las volutas de un cigarrillo, “pero cada bocanada que usas como arma deja cicatrices en tu propio espíritu”.

Arya asintió en silencio, pero esa misma noche, cuando abrió su lista de nombres, añadió uno nuevo con letras cuidadosamente trazadas: “La Nicotina”. No era un hombre, ni una mujer, sino el mismo vicio que había visto destruir a tantos. Y mientras la bruma matinal se mezclaba con el humo de los primeros fumadores de Braavos, la Hija de la Tormenta juró que algún día, cuando todos los demás nombres hubieran sido tachados, se enfrentaría a este último enemigo.

El que no tenía rostro, pero mataba más lentamente que cualquier espada.

Epílogo: El Cuervo Blanco

Bran Stark, el Cuervo de Tres Ojos, miró a través del tiempo con una serenidad inquietante. Sus ojos le mostraron los rastros del humo en la historia de los hombres, y también en su futuro. En el pasado, vio dragones surcando los cielos de Poniente, lanzando llamas que arrasaban campos enteros de tabaco. Era una visión de fuego purificador, un acto simbólico de ruptura con la dependencia de aquella hoja que tantos corazones había atado.

En el presente, en los bazares de las ciudades libres y en los puertos del Norte, comerciantes astutos ofrecían pequeños artefactos brillantes a los jóvenes y curiosos. Los llamaban “huevos de dragón”, pero no eran más que vapeadores disfrazados de reliquias mágicas. Prometían modernidad y control, pero el humo, aunque aromático y digital, seguía atrapando con el mismo encanto de siempre.

Y más adelante, en un futuro que aún no ha llegado, Bran vio niños corriendo por las plazas de la Fortaleza Roja, sosteniendo cigarrillos electrónicos moldeados con la forma de Drogon, el último gran dragón. Reían, jugaban, y sin saberlo, repetían los gestos de generaciones pasadas. El ciclo no se había roto; solo había mutado.

Una voz rasgada, antigua como el mundo, susurró en su oído: “El ciclo nunca termina. Solo cambia de forma”. Era el eco del propio Cuervo de Tres Ojos, hablándose a sí mismo desde dentro del tiempo.

Mientras tanto, en Invernalia, Sansa Stark firmaba con mano firme un nuevo decreto: el primer Impuesto Real al Vapeo. No era una solución definitiva, pero era un gesto —una grieta en la rueda— que marcaba el inicio de otra historia, quizás más libre, quizás no. El cuervo blanco alzó el vuelo, y su sombra pasó sobre los techos helados del Norte, llevando consigo la advertencia: no basta con cambiar la forma del humo… hay que aprender a vivir sin él.

FIN

Lo quiero

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