Libro Primero: El Juramento del Fumador
Prólogo: El Reino Envenenado
Los Siete Reinos jamás supieron defenderse. Mientras los señores levantaban murallas contra ejércitos y dragones, el verdadero invasor llegó escondido en barcos mercantes, con el dulce aroma de su traición.
El tabaco negro de Essos no necesitó espadas para conquistar Poniente. Los mercaderes de Pentos lo llamaban “oro rojo”, aunque sus hojas eran más negras que el corazón de la Bahía de los Esclavos. Al principio, solo los ricos podían permitírselo: los magísteres de Volantis lo fumaban en pipas de jade, y los archimaestres de Antigua lo mezclaban con especias raras.
Pero pronto saltó de los palacios a las tabernas. Los marineros de Braavos lo enrollaban en finas hojas de papel traído de Yi Ti. Los pastores de las Tierras de los Ríos lo mascaban con hojas de menta silvestre. Hasta los salvajes más allá del Muro aprendieron a mezclarlo con brea derretida para que ardiera más lento en el frío.
En Dorne, donde el sol quema más fuerte, los jardineros descubrieron que la planta crecía voraz entre los viñedos. Príncipe Doran permitió su cultivo, aunque no sin antes gravar cada cargamento con impuestos tan pesados como los soles que maduraban las uvas. “Dejemos que el Norte se congele”, solía decir mientras observaba las plantaciones desde sus terrazas. “Dorne se enriquecerá con el vicio de otros”.
Capítulo 1: Los Juramentados
Cuando los primeros mercaderes de Essos arribaron a Desembarco del Rey con sacos repletos de hojas secas y semillas oscuras, nadie en los Siete Reinos pudo prever el alcance de aquella importación aparentemente inofensiva. Los maestres, siempre atentos a clasificar lo desconocido, la catalogaron con un nombre riguroso: Nicotiana tabacum. Pero fue el pueblo —los bebedores de cerveza negra en los burdeles de las Ciudades Libres, los soldados de la Guardia de la Noche con los dedos entumecidos, y hasta los cortesanos con manos suaves— quienes la bautizaron con algo más poético: la hierba del dragón.
Se decía que su humo ascendía en espirales densas y elegantes, como el aliento de Balerion el Terror Negro, y su aroma, dulce y penetrante, seducía tanto a mendigos como a reyes. Pronto, la hierba no solo llenaba pipas, sino cofres reales y mercados ambulantes. Se convirtió en símbolo de poder, placer y pertenencia. A través de sus volutas, se sellaban alianzas, se calmaban nervios antes de las batallas y se perdonaban afrentas pasadas entre enemigos antiguos.
Pero como todo lo que arde en Poniente, la hierba también devoraba. En menos de una generación, sus semillas se habían plantado en los arenales de Dorne, en los valles húmedos del Tridente e incluso en invernaderos secretos más allá del Muro. Su dominio no conocía fronteras. No necesitó espadas, ni acero valyrio, ni fuego de dragón. Su conquista fue más sutil: una calada, una promesa, una costumbre.
La moneda con la que se pagaba no era oro ni sal ni promesas de lealtad. Era tiempo, salud, voluntad. Los dedos amarillos, la tos que no cede, los suspiros que llegan cortos. Cada fumador se convirtió en vasallo de una llama interior, esclavo de un hábito que parecía tan noble como peligroso. Se decía en voz baja que incluso algunos Targaryen habían cambiado el fuego de dragón por el humo de la hoja, como si ese placer oscuro fuera digno heredero de su linaje.
Así nació el Juramento del Fumador. No un juramento hecho en voz alta, ni sellado con palabras solemnes, sino grabado en las grietas del paladar, en la rutina del amanecer, en la dependencia callada que crece como la hiedra sobre un muro de piedra. Un pacto no escrito con algo que da consuelo y, al mismo tiempo, consume.
Pero como cualquier pacto en Poniente, también puede romperse. Y quienes lo han roto, los que han dejado atrás ese humo encantador, lo describen como escapar de un hechizo. Como despertar de un largo sueño y descubrir que el aire puro —el verdadero aliento de vida— estaba esperando más allá de la niebla.
✧ Antiguo Juramento Restaurado ✧
Hoy, ante mí mismo y el viento que aún no he respirado, declaro mi ruptura con el humo que me ató. He servido al fuego sin llama, al suspiro envenenado, y he pagado con mis días lo que creí placer.
Renuncio a la neblina que cubría mis sentidos, al hábito que me susurraba que era mío, cuando en verdad era yo quien le pertenecía.
Juro hoy caminar hacia la claridad, respetar el rito sin encadenarme a él, y respirar con la dignidad de quien ha despertado.
Que este juramento me recuerde: mi voluntad es más fuerte que el humo. Mi vida, más valiosa que el hábito. Y mi aliento, por fin, es mío.
Capítulo 2: El Lord de los Cigarrillos
El aire en la cámara del consejo de Roca Casterly era denso, una mezcla de mentol cortante y ambición calculada. Las gruesas cortinas de terciopelo rojo atrapaban el humo como una trampa dorada, mientras Lord Tywin Lannister —sentado en el trono de piedra del León— giraba entre sus dedos un cigarrillo cuya hoja había sido cultivada en las tierras del sur de Dorne, enrollado por artesanos de Myr y sellado con cera carmesí. Cada calada era un acto de dominio, el humo exhalado dibujando cifras invisibles antes de disiparse sobre los pergaminos de impuestos.
“Los impuestos al tabaco pagan tres cuartas partes de nuestra flota”, murmuró sin apartar los ojos de los números. El tabaco, más que el oro, fluía por las venas del reino: desde los campos de los Tyrell hasta los puertos de los Velaryon, todos pagaban su tributo en humo.
Cersei, sentada a su derecha, inhalaba profundamente tras firmar cada sentencia de muerte. Las colillas de sus cigarrillos —manchadas de carmín— terminaban escondidas bajo los tapices como pruebas de sus pecados íntimos. Al otro lado, Jaime encendía los suyos con chispas artificiales de su mano dorada, quemando cada cigarrillo hasta el filtro como si esperara que el dolor lo purgara de culpas. Entre ellos, Tyrion convertía el acto en alquimia: mezclaba hojas de Lys con especias de Qarth, creando nubes azuladas que olían a olvido.
Una noche, cuando la luna iluminaba las olas bajo el castillo, Tywin aplastó su cigarro en un cenicero de oro macizo —una pieza fundida a imagen de un león rugiente— y dejó caer la verdad como quien tira cenizas:
“¿Sabíais que los Lannister tenemos minas de oro bajo Roca Casterly?” Los ojos fríos recorrieron a cada hijo. “Pero nuestra verdadera fortuna está en estas hojas. El oro se agota. El hierro se oxida. Pero el vicio…” Una pausa, otra calada. “El vicio es eterno. Porque cada fumador cree que lo dejará mañana. Y ese ‘mañana’ paga nuestros ejércitos”.
Fuera, en las mazmorras, los prisioneros tosían. Arriba, en las torres, los sirvientes escondían sus vicios. Y en el centro de todo, la familia que había convertido la adicción en un trono.
Capítulo 3: La Guardia de la Nicotina
El viento helado cortaba como cuchillo cuando Jon Snow encontró a Ygritte desplomada contra un ventisquero, sus dedos enrojecidos aún aferrados a la pipa de hueso mientras escupía sangre negra sobre la nieve virgen. El Maestre Aemon, ciego pero no ignorante, inclinó su cabeza arrugada hacia el sonido de la tos.
“Son las pipas de hielo”, susurró con una tristeza que trascendía sus cien años. “Los salvajes mojan el tabaco en brea derretida para que arda más lento en el frío. Lo llaman ‘el aliento del Thenn’, pero lo que les da calor hoy les quema los pulmones mañana”.
Esa misma noche, con el cuerpo de Ygritte aún ardiendo en la pira, Jon convocó al consejo de la Guardia. Las antorchas proyectaban sombras de cuervos sobre los muros de hielo cuando alzó la voz: “El Muro nos congela, pero esto nos mata”. Sus palabras resonaron en el silencio gélido antes de convertirse en decreto.
“Prohibido fumar en las torres interiores”, comenzó, clavando la mirada en los veteranos que ya tosían su protesta. “Racionamiento: una pipa cada tres días por hombre. Y quien rompa estas normas…” Una pausa calculada, “…limpiará las letrinas hasta que el invierno termine”.
Tormund Rugidofuerte rugió su aprobación y estrelló su pipa contra las piedras, pero al amanecer lo encontraron detrás de los almacenes, compartiendo un cigarrillo robado con el Chico de la Cuerno de Oro. “Un hombre necesita su vicio”, gruñó entre dientes, escupiendo al fuego.
Mientras, en las escaleras de la Torre del Lord Comandante, Dolorous Edd forcejeaba con su yesca congelada. “Prefiero morder el polvo que dejar de morder mi pipa”, masculló justo antes de resbalar y caer de espaldas sobre el hielo. El sonido de su pipa de estaño aplastándose bajo su peso se mezcló con sus maldiciones, mientras Samwell Tarly corría en su ayuda, llevando en la otra mano un rollo de pergamino para registrar las nuevas normas.
El humo, como el frío, siempre encontraba la manera de colarse.
Capítulo 4: La Reina de los Ceniceros
La Gran Pirámide de Meereen exhalaba un aroma engañoso, donde el dulce perfume de jazmín apenas lograba enmascarar el acre olor a menta falsa que impregnaba las salas del trono. Daenerys Targaryen, de pie en su balcón abierto al atardecer, observaba con los puños cerrados cómo Drogon atrapaba entre sus fauces los remolinos de humo que ascendían desde los fumaderos de la ciudad baja.
“Mis hijos respiran este veneno cada día”, declaró al Consejo, volviéndose con los ojos brillantes de ira maternal. “¿Qué clase de madre permitiría que envenenen el aire de sus dragones?”
Su decreto resonó al día siguiente en todos los distritos de la ciudad: las plantaciones de tabaco arderían, los mercaderes pagarían su peso en plata por cada cajetilla vendida, y los contrabandistas conocerían el fuego de Drogon antes que la misericordia de la reina. Los escribas grabaron las palabras en la Gran Puerta de Meereen mientras los mercaderes de Yunkai intercambiaban miradas nerviosas.
Pero los Hijos de la Arpía tejieron su respuesta en las sombras. Llamaron a su venganza “El Regalo del Harpón”: cigarrillos cuidadosamente envenenados con polvo de hueso de dragón molido, mezclado con el mortífero veneno de los escorpiones de las arenas rojas, todo envuelto en hojas de tabaco para disimular su naturaleza letal.
Missandei los encontró al amanecer - tres Inmaculados caídos como estatuas de ébano, sus sonrisas teñidas de negro, los dedos aún entrelazados alrededor de colillas humeantes. Cuando Daario Naharis partió los cigarrillos restantes con su daga, el aire se llenó de un dulzor metálico que hizo retroceder incluso a los más valientes.
En los mercados, entre los susurros de las telas y el regateo de los esclavos, circulaba ahora una nueva verdad: “En Meereen se venden dos tipos de muerte”, murmuraban los vendedores mientras escondían sus mercancías bajo los mostradores. “La rápida viene con filo de cuchillo, pero la lenta… la lenta se fuma con sonrisas”.
Y mientras Daenerys inspeccionaba personalmente las primeras plantaciones en llamas, el humo que ascendía hacia el cielo no olía a jazmín ni a menta, sino a guerra.
Interludio: Cantos de Taberna
(Fragmento de canción popular en las Tierras de los Ríos)
🎶 “El dragón tiene tres cabezas,
y el fumador tres cajetillas,
una para la mañana,
una para la noche,
y otra para cuando el invierno llegue…” 🎶
🎶 “El dragón escupe fuego, y el fumador su tos negra, una calada al alba, otra al caer la tarde, y la última… jamás se olvida.” 🎶
🎶 “Ohhh, el humo sube al cielo, como el alma de un condenado, lo que empieza como placer, termina en pulmón quebrado, y el invierno… siempre llega.” 🎶
🎶 “El Rey tiene su cetro, el mendigo su pipa rota, oro gastan los Lannister, saliva los de la Guardia, y todos acaban igual: en ceniza.” 🎶
🎶 “La tabernera me lo advirtió: ‘No juegues con fuego, muchacho’, pero el tabaco sabe a hogar, y la nicotina a abrazo, hasta que nieva en tu ataúd.” 🎶
🎶 “Ohhh, el humo sube al cielo, como el alma de un condenado, lo que empieza como placer, termina en pulmón quebrado, y el invierno… siempre llega.” 🎶
FIN