Te lo digo en serio.

Yo tengo el control. Fumo cuando quiero, no porque lo necesite. Que si hoy me enciendo uno, es porque me apetece, porque me gusta, porque sí. Que podría no hacerlo, claro que podría. Lo he hecho muchas veces. Días enteros sin fumar. Horas. Mañanas. Algunas tardes. Me he dicho “hoy no”, y lo he cumplido. Pero eso no importa, porque la decisión es mía. Nadie me obliga. Nadie me empuja. Nadie me domina.

Yo controlo. Enciendo el cigarro porque me da la gana, no porque me lo pida el cuerpo. No porque lo eche de menos. No porque me tiemble el ánimo si no lo tengo. No. Es solo un placer pequeño, un gesto, una pausa. Puedo dejarlo si quiero. Lo he dicho muchas veces. Incluso lo he probado. He tirado paquetes, he prometido a gente, he respirado profundo al salir de la cama y me he dicho “se acabó”. Y durante un rato fue verdad. Y luego, bueno… luego volví. Pero no porque no pudiera resistirme, sino porque quise. Porque no pasaba nada por uno. Uno no es caer. Uno es elegir.

A veces me sorprendo buscando una excusa: un café, una llamada, una conversación incómoda que necesita un poco de humo entre frases. A veces enciendo sin darme cuenta. No lo pienso. Lo hago. Pero eso no significa que me controle. Solo que tengo una costumbre. Como quien se toca la barba. Como quien tamborilea los dedos. Es solo eso, digo. Y me lo creo. Porque si no me lo creyera tendría que admitir otra cosa. Tendría que preguntarme por qué lo necesito tanto. Por qué lo echo de menos si me falta. Por qué lo defiendo cuando lo critican.

Yo tengo el control, sí. Incluso cuando abro un cajón y me siento tranquilo solo al saber que el paquete está ahí, aunque no lo coja. Incluso cuando digo que lo dejo pero guardo uno “por si acaso”. Incluso cuando me miento con suavidad, como si no me oyera. Tengo el control, claro que sí. Y si no lo tuviera, ¿quién lo tendría por mí?

Y si no lo tuviera, ¿quién lo tendría por mí? Nadie. Por eso me repito que está todo bien. Que si hoy he fumado más que ayer es porque el día lo pedía, porque estuvo más largo, más cargado. Que si ayer solo fueron dos, y hoy cinco, no es una tendencia, no es una caída, no es una señal. Es azar. Es contexto. Es mío.

Hay días en los que me miro fumar y me resulta casi ajeno. Como si esa mano no fuera mía, como si esa bocanada viniera de otra versión de mí que simplemente hace lo que sabe hacer. Pero luego llega ese instante, justo antes de encender, en que siento que no es decisión, sino reacción. Y aun así lo niego. Digo que sí lo pensé. Que sí lo elegí. Que sí lo quise. Y tal vez sea cierto, pero tal vez no. Y esa duda me dura lo que dura la calada.

He construido una lógica entera alrededor de este hábito. Tengo respuestas para todo. Me sé defender de los que preguntan. Sé decir que fumo poco, que hay quien fuma más, que lo mío no es tan grave, que todos tenemos algo. Que podría ser peor. Siempre puede ser peor. Y cuando me escucho decir eso, también escucho el hueco que hay detrás. El espacio exacto donde empieza el miedo, donde se esconde la certeza de que esto no es control. Es costumbre maquillada. Es dependencia bien hablada. Es necesidad con excusa.

Pero incluso así, lo mantengo. Porque renunciar sería rendirme, y yo no me rindo. Porque dejarlo sería admitir que algo me maneja, y yo me manejo solo. Eso digo. Eso pienso. Eso necesito seguir creyendo. Porque mientras lo crea, mientras me lo repita, mientras no lo cuestione del todo, puedo seguir fumando sin sentir que me estoy traicionando. Puedo seguir creyendo que soy libre, aunque a veces me asfixie el humo que yo mismo llamé compañía.

Y sin embargo, cada vez que lo digo, algo se enciende —no solo el cigarro— algo detrás del pecho, algo que no termina de encajar con el discurso que repito. Porque si tanto control tengo, ¿por qué me lo tengo que repetir tanto? ¿Por qué me esfuerzo en justificarlo? Nadie me pregunta, y aun así lo explico. Como si el acto necesitara defensa. Como si esa defensa se dirigiera a alguien que no soy yo.

Hay momentos en los que el cigarro no aparece porque lo deseo, sino porque no sé qué hacer con las manos, con la espera, con el silencio. Es un gesto automático, como cerrar la puerta con doble vuelta o mirar el móvil sin haber recibido ninguna notificación. No es placer, es reflejo. Y aun así insisto: tengo el control. Como un jinete que jura guiar al caballo mientras se deja arrastrar por las riendas flojas.

Hay algo profundamente humano en esa contradicción: defender la libertad mientras se ejecuta un hábito que encierra. Como aquel que dice que bebe “socialmente” pero nunca falta a la cita con la copa solitaria. O como quien asegura que no necesita a nadie, pero siempre duerme con la radio encendida. Es fácil confundir costumbre con elección. Es cómodo. Es funcional. Da la ilusión de poder.

A veces, cuando me despierto con el sabor de la última calada aún en la lengua, me pregunto si realmente lo elegí. O si simplemente seguí el camino que había tomado tantas veces antes, como si mis pasos ya supieran la ruta sin preguntarme. Y me prometo que mañana no. Que solo por hoy no. Que en algún momento lo dejaré, pero aún no. Porque hoy no hace falta. Porque aún puedo manejarlo.

Y así sigo, controlando. Controlando justo lo necesario para no sentir que he perdido el control del todo. Porque si algún día me lo quita alguien —la vida, el cuerpo, el miedo— entonces sabré que nunca fue mío para empezar. Pero mientras tanto, seguiré diciéndolo. Yo controlo. Yo tengo el control. Aunque solo sea para no escuchar la parte de mí que ya sabe la verdad.

Lo quiero

Categories:

Updated: