Somos ranas hervidas.

Hay cosas que se instalan en nuestra vida sin que nos demos cuenta. Al principio parecen insignificantes, apenas un detalle más en la rutina, una costumbre pequeña que no molesta y que incluso sentimos que nos da algo de tranquilidad. Lo repetimos porque nos acompaña, porque nos ofrece un instante de pausa, porque nos hace sentir que controlamos algo en medio de tanto desorden. Lo aceptamos como quien acepta el tic de mover un pie al esperar o la manía de mirar el reloj cada pocos minutos. Está ahí, sin llamar demasiado la atención, y por eso nunca lo cuestionamos.

Lo curioso es que, con el paso del tiempo, empezamos a notar pequeños cambios. Nada demasiado evidente, nada que nos obligue a parar de golpe, pero sí señales que se suman. Una sensación de cansancio que atribuimos al trabajo, una falta de energía que justificamos con la edad, un malestar ligero que achacamos al clima. Siempre encontramos una explicación lógica, siempre tenemos un motivo para no mirar más allá. Nos convencemos de que todo está bajo control, de que nada grave ocurre, de que seguimos siendo los mismos. Y en cierto modo es verdad, pero también es verdad que algo en nosotros se va desgastando sin que lo queramos reconocer.

Lo más engañoso es la lentitud con la que actúa. Si el impacto fuera inmediato, si las consecuencias aparecieran de golpe, seguramente nos detendríamos. Pero como el efecto es tan gradual, tan silencioso, preferimos creer que no existe. Seguimos adelante, sin notar que cada día se suma al anterior, que los pequeños desgastes se acumulan, que la constancia de lo que hacemos es más fuerte que nuestra voluntad de ignorarlo. Así vamos normalizando lo que nos ocurre, hasta que lo anormal se convierte en rutina y lo preocupante en costumbre.

Y lo aceptamos, porque en el fondo todos necesitamos creer que tenemos el control. Decimos que podemos dejarlo cuando queramos, que no nos afecta tanto, que exagerar no tiene sentido. Nos repetimos esas frases con la seguridad de quien no quiere escuchar otra respuesta. Pero si somos honestos, sabemos que no es así. Sabemos que esa compañía silenciosa va marcando un ritmo en nuestra vida, que cada gesto aparentemente inocente deja una huella más profunda de lo que imaginamos. Y aunque no lo confesemos, sentimos que esa huella está ahí, creciendo poco a poco, esperando a que un día finalmente la miremos de frente.

Lo verdaderamente inquietante no es el daño en sí, sino la forma en que aprendemos a convivir con él. Llegamos a pensar que siempre estuvo ahí, que es parte de lo que somos, que no tendría sentido apartarlo porque se ha vuelto inseparable de nuestra manera de vivir. Esa naturalidad con la que lo aceptamos es quizás la señal más clara de cuánto poder le hemos cedido. Y cuando finalmente lo reconocemos, cuando miramos atrás y entendemos el camino recorrido, nos damos cuenta de que no fue un golpe repentino, sino una erosión lenta, tan lenta que casi nos convenció de que no existía.

Hay hábitos que llegan a nosotros sin grandes anuncios. Se instalan con suavidad, disfrazados de costumbre, de gesto inofensivo, de algo que creemos tener completamente bajo control. Empiezan como una elección voluntaria, como una manera de llenar un espacio vacío, de acompañar una pausa o de darnos un instante de calma en medio de la agitación. Al principio parecen casi un juego, algo tan pequeño que resulta absurdo pensar que pueda transformarse en una carga. Lo repetimos sin pensarlo, sin cuestionar demasiado, porque sentimos que nos pertenece, que nos define, que nos ayuda a sobrellevar la rutina.

El problema está en lo que ocurre después, cuando lo que era un simple gesto se vuelve parte de nuestra vida. Lo repetimos tantas veces que dejamos de notarlo, y en esa repetición silenciosa empieza a construirse una huella. No es un impacto brusco ni un cambio visible de un día para otro. Es algo mucho más sutil: un cansancio que atribuimos a la falta de sueño, una inquietud que justificamos con el trabajo, una sensación difusa que achacamos al paso del tiempo. Siempre encontramos una explicación razonable, siempre tenemos una excusa que nos permite seguir sin mirar más allá.

Con el tiempo descubrimos que la verdadera fuerza de ciertos hábitos no está en lo que nos dan, sino en lo que nos quitan sin que lo advirtamos. No se presentan como amenazas, no nos obligan a enfrentarlos de golpe; simplemente avanzan despacio, ocupando un lugar en nuestra identidad, acomodándose en nuestro día a día como si fueran inevitables. Y así, sin darnos cuenta, empezamos a girar en torno a ellos, a ajustar nuestras rutinas y decisiones para mantenerlos cerca, convencidos de que son una parte natural de lo que somos.

Lo más difícil de aceptar es que esa lentitud nos engaña. Como el deterioro no es inmediato, creemos que no existe. Como no vemos consecuencias claras en el momento, pensamos que nada cambia. Y sin embargo, lo que parecía inocuo se convierte en una erosión constante, una suma de pequeñas pérdidas que solo reconocemos cuando ya han dejado una marca profunda. Miramos atrás y entendemos que no hubo un instante exacto en el que todo se torció, sino una cadena de repeticiones tan discretas que pasaron inadvertidas.

Lo inquietante no es solo el daño en sí, sino la naturalidad con la que aprendemos a convivir con él. Llegamos a integrarlo tanto en nuestra vida que olvidamos imaginar cómo sería existir sin esa presencia. Y entonces, lo que comenzó como un gesto libre se transforma en una compañía silenciosa que nos condiciona, que influye en nuestras decisiones, que cambia la manera en que respiramos, pensamos y sentimos, aunque no siempre lo admitamos. Reconocerlo es doloroso, porque nos obliga a aceptar que lo que creímos controlar en realidad nos controlaba a nosotros.

Quizás la enseñanza más dura sea esta: los hábitos que parecen más pequeños son los que más fácilmente se hacen invisibles, y lo invisible es precisamente lo que más tiempo permanece. La pregunta que queda es si seremos capaces de mirarlos de frente antes de que terminen por definirnos por completo.

Hay hábitos que se insinúan en la vida como quien entra en una casa sin ser invitado, y una vez dentro, se acomodan con tal naturalidad que olvidamos que alguna vez no estuvieron allí. Al comienzo parecen triviales, casi ridículos en su pequeñez: un gesto más, un pasatiempo inofensivo, una forma de llenar un instante de vacío. No los juzgamos, porque nada en ellos anuncia peligro; incluso llegamos a justificarlos como una especie de alivio, un respiro necesario, una pausa merecida en medio del ruido cotidiano.

Lo que nunca advertimos es la manera en que ese gesto repetido se convierte en estructura. Lo hacemos una vez, luego otra, y de pronto la costumbre ya no se sostiene en nuestra decisión, sino que somos nosotros quienes nos sostenemos en ella. Y como el deterioro no irrumpe de golpe, no nos alarma. No hay catástrofe súbita, sino una erosión callada, una suma de desgastes mínimos que se acumulan como el polvo en los rincones: invisible al principio, inevitable después. Nos convencemos de que seguimos intactos, pero lo cierto es que algo en nosotros se modifica, y lo hace en silencio.

La lentitud es su astucia. Si el daño se manifestara de inmediato, quizá tendríamos la fuerza de apartarlo. Pero la demora nos engaña: confundimos el retraso con inexistencia, la ausencia de síntomas con la ausencia de consecuencias. Así, seguimos adelante con una seguridad ingenua, mientras lo que parecía un simple hábito avanza sin prisa, pero sin pausa, incrustándose en nuestra vida hasta volverse parte de nuestra identidad. Llegado un punto, ya no distinguimos dónde termina nuestra voluntad y dónde comienza su dominio.

Lo más inquietante no es el mal que produce, sino la familiaridad con que lo aceptamos. Nos adaptamos al deterioro con la misma docilidad con que aceptamos el paso de los años. Llamamos cansancio a lo que es desgaste, llamamos rutina a lo que es dependencia. Y lo hacemos con una convicción tan firme que incluso llegamos a agradecerle cierta compañía, cierto orden, cierto sentido de continuidad. Es en esa gratitud perversa donde comprendemos cuánto hemos cedido: ya no lo vemos como intruso, sino como parte de nosotros.

Al final, cuando el balance se vuelve ineludible, descubrimos que lo más devastador no fue el hábito en sí, sino la manera en que nos persuadió de su inocencia. No hubo un instante decisivo, no hubo un golpe mortal, solo una larga serie de concesiones imperceptibles. Lo que parecía tan pequeño se reveló, con los años, como una herida constante. Tal vez ahí radica la lección: nada es más peligroso que lo que se disfraza de normalidad, porque lo normal es lo que nunca nos detenemos a cuestionar.

Lo quiero