No lo puedes entender si no has fumado de forma habitual.
El humo como ceremonia antigua se eleva entre los dedos del fumador, dibujando espirales que son mapas de un territorio invisible. Hay algo en el acto de fumar que trasciende la mera nicotina, un ritual de fronteras difusas donde se negocian soledades y compañías. La brasa en la punta del cigarrillo late como un faro intermitente en la noche urbana, señalando que aquí, ahora, hay alguien que hace pausa contra el torbellino del mundo.
El primer sorbo que arde al bajar por la garganta no es sólo química: es la llave a un estado de gracia secular. Ese instante donde el tiempo se despega de los huesos y flota, donde las ideas se ordenan solas como naipes barajados por una mano invisible. Los no fumadores nunca entenderán esa claridad paradoxal que llega con el humo, esa lucidez que nace justo cuando se envenena el aire. Los escritores saben que algunas frases sólo salen envueltas en nicotina; los amantes, que ciertas confesiones necesitan la cortina azul del tabaco para ser dichas.
Los bares son catedrales donde el humo hace de incienso. Allí se tejen las mejores conversaciones, aquellas que necesitan el vaivén rítmico de llevar el cigarro a los labios para encontrar su cadencia. El intercambio de mecheros es el primer sacramento de la camaradería masculina, ese lenguaje mudo que dice “estamos en la misma trinchera”. El fumador solitario en la terraza de madrugada no está solo: tiene por compañeros a todos los que alguna vez buscaron respuestas en la combustión lenta del tabaco.
Pero el humo es también un espejo de nuestras contradicciones. La misma sustancia que relaja los nervios acelera el corazón; lo que une a los compañeros de vicio aleja a los amantes en las mañanas; el placer que ilumina las noches oscurece los pulmones. Los mejores fumadores son aquellos que saben que están bailando con un enemigo íntimo, que cada calada es un pequeño pacto faustiano donde se intercambia tiempo por intensidad.
Las oficinas modernas han perdido esa alquimia que sólo ocurría en los cuartos de fumadores, donde los ascensos se negociaban entre bocanadas y los proyectos nacían del cruce de cerillas. Hoy los trabajadores se ahogan en aire filtrado, sin entender por qué las ideas ya no fluyen con la misma electricidad. El cigarrillo después del sexo, ese que se fumaba mirando al techo sin necesidad de palabras, se ha convertido en reliquia de un tiempo más lento y más honesto.
El fumador cultiva su vicio como un jardinero poda sus rosales: con la mezcla justa de rigor y ternura. Sabe que cada paquete contiene exactamente veiento muertes pequeñas, pero también veinte resurrecciones momentáneas. Conoce el placer culpable de ese primer cigarrillo matinal que sabe a periódico recién comprado y café negro. Guarda en la memoria los pitillos que marcaron épocas: el que fumó tras enterrar a su padre, el que compartió con el extraño que luego sería su amor, el último antes de la guerra.
La toxicidad es real pero también lo es la magia: ese instante en que todo el caos del universo parece alinearse en la punta incandescente de un Marlboro. Los moralistas hablarán de cáncer y los médicos de EPOC, pero nadie podrá negar que el humo escribió buena parte de la historia cultural del siglo XX. Desde Bogart en Casablanca hasta las fotos en blanco y negro de los existencialistas en Les Deux Magots, el tabaco ha sido el combustible de momentos que sin él no habrían tenido el mismo sabor.
Al final, el fumador sabe que su ritual es un anacronismo en tiempos de pureza artificial. Pero sigue encendiendo sus cigarrillos con la solemnidad de un sacerdote que sabe que su religión está condenada, porque hay verdades que sólo se revelan entre volutas azules y ceniza que cae lentamente. La paradoja perfecta: envenenarse para sentirse vivo, quemar los días para iluminar las noches, estar solo pero acompañado por el fantasma cálido que sube desde la punta encendida.
ELEGÍA DEL FUMADOR
Quemé mis horas lentamente, como tabaco entre los dedos, hice del humo mi bandera y de la brasa mi silencio.
Cada calada fue un instante robado al tiempo sin remedio, pequeño suicidio dorado que sabía a invierno y a puerto.
En los bares, mis palabras se enredaban en el humo espeso, confesiones suspendidas entre mi boca y el vacío.
¡Oh ritual de contradicciones! Veneno que alivia el veneno, libertad que se consume en la misma hoguera que la enciende.
Ahora que se apaga el fuego y el paquete está vacío, sé que no fumaba tabaco… fumaba el tiempo que me ardía.
(Epitafio para una colilla:) “Aquí yace quien prefirió arder lento en su poesía que apagarse sin brillar.”