Aunque a veces no lo parezca.

El humo se disipa, pero no el esfuerzo. Quien decide dejar atrás el cigarrillo a menudo siente que camina contra el viento, como si el mundo siguiera encendiendo cerillas a su alrededor sin notar su lucha. Pero esa es solo la ilusión del cansancio. La verdad es más profunda: nunca has fumado solo, y no dejarás de hacerlo en soledad.

En casa, los gestos callados tejen una red invisible de apoyo. La taza de té que tu pareja deja en la mesa donde antes ponías el cenicero. El abrazo de tus hijos, que no entienden la adicción pero sí el amor. Tus padres, que quizá alguna vez te ofrecieron un cigarrillo en silencio, ahora guardan los suyos en el cajón más olvidado, donde ni ellos pueden encontrarlos fácilmente. El hogar, sin decirlo, se ha vuelto tu primer santuario libre de humo.

Los amigos verdaderos son aquellos que cambian sus ritos por ti. Ya no te extienden el paquete al terminar la cena, sino que eligen terrazas donde el aire huele a café y no a tabaco. No te lo dicen, pero están orgullosos cada vez que rechazas un pitillo con un gesto firme. Su complicidad es discreta, un chiste que te distrae, un paseo largo para evitar la parada frente al estanco, inventan excursiones que rompen la rutina de las pausas-cigarrillo. Cuando la ansiedad asoma, desvían la conversación hacia recuerdos alegres o proyectos futuros, construyendo puentes sobre los momentos difíciles. Su apoyo es tan natural como su amistad: no lo anuncian, simplemente está ahí, firme como el suelo bajo tus pies.

Hasta el mundo laboral, ese lugar de prisas y estrés, conspira a tu favor sin que lo notes. Las empresas modernas ya no premian con humo las pausas, sino con espacios abiertos donde respirar hondo. El compañero que fumaba contigo en la escalera de emergencia ahora te espera en la cafetería, donde el aroma a pan recién tostado reemplaza al del tabaco quemado. Hasta el jefe más exigente parece notar tu nueva claridad mental, aunque solo sea con un leve asentimiento de aprobación. La vida laboral, sin hacer aspavientos, ha votado a favor de tu libertad.

Y qué decir de los lugares públicos, esos escenarios donde antes el humo era ley. Hoy los parques tienen más niños que colillas, las paradas de autobús más conversaciones que mecheros, y los bares más risas que ceniceros. La sociedad, sin aspavientos, ha ido escogiendo tu lado.

Hasta los desconocidos participan en tu batalla. El viejo del banco que asiente cuando rechazas un cigarro prestado. La joven en la biblioteca que aparta discretamente su encendedor de tu vista. El obrero que, al verte contener el ansia, te ofrece un chicle en lugar de fuego. Pequeños actos de una solidaridad anónima.

En los momentos de mayor vulnerabilidad, cuando sientas que la tentación acecha, recuerda que hay toda una estructura dispuesta a sostenerte. Los médicos guardan estrategias para cuando el mono apriete, los terapeutas tienen técnicas para navegar la ansiedad, los grupos de apoyo reservan un lugar para tus dudas y victorias. Las manos extendidas son más numerosas de lo que imaginas, esperando sólo que las veas.

Dejar de fumar es como aprender a caminar sobre las aguas turbulentas de tus propios hábitos. Y aunque seas tú quien debe dar cada paso, todo un océano de personas - familiares, amigos, colegas e incluso extraños - se mantiene en calma para que no caigas. El mundo, en su sabiduría callada, ha decidido ser tu red de seguridad.

Porque dejar de fumar no es solo apagar un cigarrillo: es encender otra forma de estar en el mundo. Y el mundo, aunque no lo grite, te sostiene.

Respiras, luego existes. Y cada vez que lo haces sin veneno, alguien más respira aliviado contigo.

Lo quiero

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