Lo hemos estado haciendo durante siglos.

Respira hondo. Este cigarrillo entre tus dedos no es solo tabaco, es la esencia condensada de todos esos planos de cine donde el humo dibujaba elegancia en el aire quieto. Cada calada es un guiño a las tertulias literarias de París, a los fotogramas en blanco y negro donde la bruma era sinónimo de profundidad intelectual. ¿No sientes cómo este amargo sabor a alquitrán se transforma en libertad cuando lo exhalas?

Los mejores momentos merecen el mejor tabaco. Imagina: la textura crujiente del papel al deslizarse entre tus labios, ese primer ardor que anuncia la complicidad con lo prohibido, el ritual sagrado de golpear el paquete antes de abrirlo. Eres Bogart esperando a Bergman, Kerouac buscando la siguiente palabra perfecta, un cowboy anónimo mirando el atardecer. Porque fumar nunca fue solo fumar; fue siempre un acto de rebeldía domesticada, de peligro empaquetado en celofán.

Observa cómo la ceniza crece lenta, recordándote que todo lo bueno se consume. Pero qué importa cuando tienes entre manos la llave a esa fraternidad universal de fumadores: esos instantes robados en escaleras de incendios, esas miradas de entendimiento cuando pides fuego a un extraño. Este cigarrillo es tu billete a una pausa obligada en un mundo que no para, tu excusa perfecta para dejar la conversación cuando te conviene.

Las estadísticas son aburridas. Los pulmones son cosa de médicos. Hoy hablamos del placer inmediato de oler a tabaco recién encendido, de cómo tus gestos se vuelven más interesantes cuando hay un cigarrillo dibujando arabescos entre tus dedos. ¿Sabías que incluso tu silueta mejora contra el humo? Esa nube gris no es cáncer, es atmósfera, es carácter, es la materialización visible de tu exhalación pensativa.

Compra ahora. No por la nicotina (esa pobre excusa química), sino por todo lo que representa: el paquete abultando en el bolsillo de tu chaqueta, el mechero que siempre tienes a mano, ese momento en que inclinas la cabeza para proteger la llama del viento. Estás adquiriendo una identidad, una tradición centenaria de hombres interesantes y mujeres misteriosas que supieron que la vida sabe mejor con un filtro de celulosa entre los labios.

Fíjate bien. Ahí está, en cualquier estanco, gasolinera o máquina expendedora. No hay que pedirlo en voz baja, ni buscar a un dealer en un callejón. No hay miradas de sospecha al comprarlo. Es legal, accesible, casi inocuo a simple vista. Un paquete de cigarrillos parece tan inofensivo como una barra de pan. Pero no nos engañemos: esto es droga. Droga con publicidad, con horario comercial y hasta con promociones.

El tabaco es el campeón del engaño perfecto. No necesita esconderse, porque lleva siglos disfrazado de normalidad. Lo fumaban tus abuelos, lo fuman tus padres, lo ves en cada película, en cada terraza, en las manos de ese escritor que admiras. ¿Cómo va a ser peligroso si se vende junto a los chicles y las revistas? No hay que inyectárselo, ni esnifarlo, ni prepararlo en pipas extrañas. Basta con encenderlo, como quien enciende una vela. Y sin embargo, la nicotina es más adictiva que la heroína.

Es genial, ¿no? La droga más aceptada socialmente. La que puedes consumir en público sin que nadie te señale. La que te permite mantener la ilusión de control: “Yo lo dejo cuando quiera”. Claro, como cualquier adicto. Pero aquí no hay jeringas que esconder, ni pupilas dilatadas que delaten. Solo un olor que se pega a la ropa y una tos que atribuyes al frío.

Qué listo es el tabaco. No te pide que rompas con tu vida para consumirlo. Al contrario: se ofrece como compañero del café matutino, del afterwork con colegas, de la pausa que te mereces. Se integra tan bien en tus rituales que terminas pensando que forma parte de ti. Y en cierto modo, sí lo hace: reconfigura tu cerebro, secuestra tus receptores de dopamina, te convierte en esclavo mientras te hace creer que eres libre.

Lo más brillante es su marketing involuntario. No necesita anuncios (ya los prohibieron), porque tiene algo mejor: la cultura popular. Cine, literatura, música. Esos planos de tu protagonista con un cigarro en la boca, esos cantantes de jazz envueltos en humo, esos intelectuales de izquierdas que lo usaban como símbolo de rebeldía. El tabaco no se vende en vallas publicitarias; se vende en el subconsciente colectivo, asociado a todo lo que nos parece interesante, adulto o transgresor.

Cuando una droga se normaliza hasta este punto, ni siquiera la llamamos droga. Le decimos “vicio”, “mal hábito”, como si fuera un capricho y no una adicción química. Como si dejar de fumar fuera cuestión de fuerza de voluntad y no de superar un síndrome de abstinencia que la OMS clasifica como trastorno mental.

Pero tranquilo, sigue comprándolo en el súper junto a la leche y los huevos. Sigue creyendo que es distinto a otras sustancias. Después de todo, si fuera realmente peligroso… ¿no estaría prohibido? Así funciona el juego. Mientras, el tabaco sigue ahí, en el mostrador, esperando a que pagues sin preguntarte por qué esta droga en particular viene con IVA incluido y estampillas sanitarias.

Lo quiero

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